martes, 31 de mayo de 2011

Agotamiento primaveral

Este mes de mayo está resultando agotador. Recién superado el tema de los piojos, una serie de citas y celebraciones repletan mi agenda. El fin de curso se acerca y los acontecimientos aparecen uno tras otro, a velocidad incontrolada y vertiginosa. Si a todo ello añadimos un tiempo atmosférico revuelto y unos niños exageradamente nerviosos, el resultado es un agotamiento físico y mental entrelazado con astenia primaveral de primer grado.

Con la tensión por los suelos y olvidándome de ser una supermamá, intento poner un poco de orden en mi vida para no perderme entre tanta responsabilidad maternal. Cojo un calendario y me organizo, priorizando la vida social y escolar de los niños por delante de cualquier otra cosa.

Rotuladores de colores, fluorescentes, subrayados y tachaduras...el calendario está tan repleto que ya no se diferencian las cosas urgentes de las importantes....la verdad, ¿qué diferencia hay? Creo que no tengo tiempo para priorizar, así que iré solucionando sobre la marcha.

Colonias, escuelas de verano, fiesta de "graduación" de Martina, concierto de final de curso, festival de la piscina, fiesta de gimnasia, matrículas del año que viene, excursión familiar del colegio....todos los eventos fichados, autorizaciones parentales para entregar y reserva de un sector de neuronas para pensar en mi vida laboral y doméstica.

Freno unos minutos y pienso en la actividad frenética de nuestros hijos. Me planteo si es necesario que un niño de 3 años vaya de colonias, aunque se considere que le ayuda a socializarse y a adquirir más autonomía. Me río pensando en las reuniones de colonias: caras de padres expectantes ante los primeros pasos de independencia de sus hijos, nerviosismo y preguntas de perogrullo fruto de la inexperiencia (destacando la de "¿los bañaréis por la noche? ( ¡a 50 niños¡) o "¿Podemos llamarlos antes de dormir? (haciendo el cálculo:  50 llamadas de padres a 3 minutos cada uno es igual a hijos en vela y trasnochados)).

Después de la pausa, vuelvo a poner el turbo y dejo que me arrastren los acontecimientos. Con una semana de diferencia, preparamos dos veces la maleta, una para Jaume y la otra para Martina. Mudas, antimosquitos, funda del nórdico para dormir, linterna, cantimplora....todo preparado y marcado a bolígrafo, ya que soy una madre práctica que ya no plancha las etiquetas. Nuestros hijos nos muestran su personalidad en toda la preparación: Martina controla hasta el último rincón de la bolsa; Jaume conecta y desconecta, va alternando, pero estamos seguros que se ha enterado de todo.

Llegado el día de la marcha, somos padres de primera fila en las despedidas, con agujetas de decir adiós con la mano. Siempre pienso que, si me viera desde fuera, me sentiría ridícula. También pienso que el conductor del autocar debe estar divertido, pero hay cosas que no te importan cuando se trata de los hijos: se hacen sin planteártelas demasiado. Y, mirando a otros padres, todos organizan el mismo espectáculo, así que entre la multitud piensas que no se nota tanto.

Superados los dos días de colonias, en los que en casa se respira una mezcla de tranquilidad y añoranza, nuestros hijos vuelven agotados, con la ropa y las rodillas con pinta de haber amortizado la estancia. Explican poco, pequeñas anécdotas de su aventura, que se van ampliando y desgranando durante toda la semana. Los abrazos son intensos, los besos más sonoros y los "te quiero" ayudan a expresar lo mucho que los hemos echado de menos.

Una meta superada, todavía más cerca el fin de curso, con festivales y fiestas que van cerrando un nuevo año de etapa escolar. Concierto de música en el que sólo tienes ojos para tus pequeños artistas; exhibición de piscina en la que descubres a la nueva Esther Williams, con gran estilo nadando de espalda, y un mini Tarzán que ha perdido todo el respeto al agua y se enfrenta brazada tras brazada. Aplausos convencidos de Padres con mayúscula que van siguiendo a sus hijos, evento tras evento y vivencia tras vivencia; el cansancio generalizado se refleja en las caras de satisfacción con ojeras algo más marcadas.

Todavía nos queda la traca final y, antes de llegar a San Juan habremos asistido, con nuestros hijos, a sus diferentes citas, preludio de la intensa vida escolar, deportiva y social futura. Así que, preparándome para todo lo que nos espera, tomo aire, respiro y me relajo unos segundos, guardando en la retina y en el corazón todos los momentos vividos, repitiéndolos en la memoria generosa y esforzada que permitirá que perduren para siempre.




Txell

sábado, 14 de mayo de 2011

Piojos: vecinos invasores

Martina se despierta rascándose la cabeza. “¡Me pica mucho mamá”. La miro y está graciosa con todos los pelos alborotados y cara de sueño. “Ven aquí, Martina, que miraré si tienes piojos”, le digo, convencida de que se rasca la cabeza por cualquier otra razón. Reviso las orejas, la coronilla, las raíces del pelo....para aquí y para allá...."ven aquí, que tengo más luz", pero yo no veo nada. La verdad es que soy una madre inexperta en el tema y, por mucho que lo intento, no encuentro ningún bichito blanco, negro o transparente. Realmente no sé lo que busco, pero miro y remiro. "Aquí no hay nada. A lo mejor es que tienes calor", le digo con convicción.

"Mis hijos no pueden tener piojos, ya han habido muchas plagas y ellos no los han cogido", me repito a mi misma. Y pienso en la película que siempre me he creído, que el ph de su piel es resistente a estos habitantes. Pero, por alguna extraña razón, esta vez hay algo que me hace dudar; por este motivo, escribo una nota a la profesora alertándole de la posible presencia de seres extraños en la cabeza de nuestra hija y poniendo de manifiesto mi falta de información sobre el tema.

Voy al trabajo dándole vueltas y decido llamar a mi hermana mayor, la experta, que me lleva una gran ventaja en el recorrido de madre y a la que recuerdo con frecuencia cuando vivo en vivo sus ya catalogadas experiencias con los hijos. Me instruye a la perfección proporcionándome un kit y manual de supervivencia que apunto en tres post-it con letra rápida y líneas desordenadas.

Con la información condensada en papel amarillo me dirijo a la farmacia, dispuesta a surtirme del "botiquín por si acaso". Pero las indicaciones claras de mi hermana se confunden con las explicaciones de la farmacéutica y salgo de la tienda con embrollo mental avanzado y con dos productos que no recuerdo en qué fase del tratamiento debo utilizar. "No pasa nada" pienso, "total, seguro que todo ha sido una falsa alarma...."

Falsa alarma...hasta que Martina sale del colegio. Su profesora me confirma que tiene unos huevecitos: son diminutas bolitas blancas que parecen caspa pero que se quedan enganchadas en el pelo. Aquellos indicios de sospecha eran ciertos. Ya formo parte del club de madres agobiadas por los piojos. Como dice una amiga, se me ha acabado la tranquilidad y la vida.

Martina, en cambio, está encantada. Para ella es una novedad, su nueva historia a explicar, y va pregonando por el patio que tiene piojos. Esta vivencia y sus cuatro dientes que se mueven ( pura ilusión infantil) son sus historias de la semana. Nos vamos rápido a casa, no vaya a ser que me encuentre un grupo de madres que me echen por piojosa. Suerte que estamos en el siglo XXI y que tener piojos ya no es un estigma social, sino una realidad más que cotidiana.

Ya en casa, les pongo a mis hijos el primer producto, un gel durante 15 minutos. Aunque Jaume no se ha quejado, entra dentro del pack, que el día a día de nuestros hijos es puro compartir. Con las cabezas impregnadas parecen dos engominados, aunque los rizos de Jaume son fuertes y en seguida salen a relucir. Nos hace gracia este niño: con el pelo mojado pierde totalmente la clase, ya que enseguida le asoman unos caracolillos por detrás de las orejas que le dan un aire agitanado. Sólo le falta dar palmas y algo de cante jondo y ya lo podemos llevar a un tablao.

Les lavamos el pelo y, según los consejos de la farmaceútica, les pongo vinagre en el último aclarado. Yo no sé cuál será el resultado; lo que tengo claro es, que de momento, nuestros hijos huelen a ensalada de bar de carretera y el pelo no está más brillante.

El siguiente paso es pasarles la lendrera. Dosis de paciencia al cuadrado. Martina y Jaume no han entendido nunca el significado de la palabra "quietos" y hoy tampoco iba a ser la excepción. Agua caliente, pelo a pelo, las liendres no se enganchan al peine, las saco con los dedos...y en medio de todo el proceso, aparece él, el culpable, tan negro con sus patitas....Un piojo, sólo uno, pero un Sr. Piojo en la cabellera de Martina. Expectación en casa ante tal acontecimiento. El piojo es el centro de las miradas, esa mini bestia espabilada que ha decidido chupar la sangre y liarla.

Tras la confirmación, metemos toda la ropa de cama, gomas del pelo, pijamas y toallas en una gran bolsa que cerramos y sellamos durante unos días para después lavar las prendas a altas temperaturas. Que no quede ni uno, que se asfixien...me siento una torturadora de animalitos....

Queda otra parte del proceso, poner gorros de ducha a mis hijos y que duerman con ellos. Me río pensando que en la farmacia me han dicho que envuelva en papel de plástico el pelo de nuestros hijos y que los deje así toda la noche. No conocen a mis hijos: plastificados iban a durar tres segundos, más la juerga y excitación posterior. Pensándolo bien, les dejaremos las greñas al viento, que empezarán a cambiarse los gorros. Y los piojos, más que asfixiados, acabarán mareados.

La semana transcurre con el trabajo extra de revisar y peinar cabezas cada noche. Y, sumado al resto de obligaciones personales, laborales y a una gran dosis de astenia primaveral, resulta agotador. Búsqueda de liendres, aceite de árbol de té, suavizante y largas tandas de cepillado, que nos muestra las múltiples posibilidades del pelo de Jaume...así que gastamos bromas peinándolo de niño antiguo. Momentos de diversión en medio de tanta dedicación y paciencia, ya que Martina se ha dado cuenta que tener piojos no es tan emocionante como pensaba. Trabajo en equipo, que es como mejor se lleva.

Cuando nos parece que el tema está controlado, llevo a los niños a la peluquería, sobre todo para arreglar un poco el pelo del niño gitano. Confieso a la peluquera nuestro trajín de estos días. Y ella, intentando disimular su cara de espanto al nombrar la palabra "piojo", me dice que no me confíe, que espere más tiempo para saber si hemos conseguido exterminarlos y que, sólo con plena seguridad, recibirá encantada a nuestros hijos.

Vuelvo a casa decepcionada, con dos niños con greñas protestando porque se han quedado sin corte de pelo; para ellos es una fiesta cortárselo: el taburete, el delantal de perrito, las tijeras, el secador....vivencias simples para los niños de estos tiempos, pero a ellos les gusta.

Por la noche, les volvemos a poner el fantástico gel para piojos de la semana pasada y, al pasarles la lendrera me acuerdo de la peluquera...¡Los dos tienen piojos! Ni liendres, ni un piojo solitario: cada niño tiene una colonia de habitantes, unos 30, que dejo flotando en un cuenco de agua caliente. Los niños los miran entusiasmados: "Mamá, mira las patitas". Y yo lo único que diviso es más y más trabajo, esfuerzo poco recompensado y el recuerdo de la cara de horror de la peluquera.

También pienso en el primer piojo y su reproducción múltiple, el presunto padre de todas estas criaturas y hasta en el sentido su vida: nacer, crecer, reproducirse a lo bestia, fastidiar ( por no decir otra cosa), chupar la sangre y morir sin pena ni gloria. Todo en siete días, tiempo récord. Traslandándo a las personas, es una opción que no resulta tan extraña. Se me ocurren un par de casos que, con muchos más años de vida, han conseguido lo mismo.

Intento romper el círculo vicioso negativo y decido volver a ponerme las pilas. Nos armamos de paciencia y seguimos con los días de la marmota, repetitivos, en los que la lendrera es la gran protagonista. Pelos relucientes sin rastro de visitantes, tesón recompensado y ni un amago de bajada de guardia.

En cuatro días parece que están exterminados, pero no me fío. Me he vuelto una buscadora de liendres y cada día reviso cabezas, con dosis extra de mimitos y masajes cariñosos. Así que se convierte en una tarea más que no tengo que apuntar en la agenda. Sé que no somos los únicos y eso me anima. Así que desde aquí me solidarizo con todas las familias afectadas de piojos: A lo mejor perdemos una batalla, pero ganaremos la guerra..¿O no?



Txell

domingo, 1 de mayo de 2011

Madres

Hoy es el Día de la madre. Me gusta este día; es un reconocimiento especial a un modo de ser, al esfuerzo y el trabajo que durante todo el año regalamos a nuestros hijos. Es una jornada en la que las mamás nos sentimos algo importantes porque nuestros hijos nos felicitan y que ya nos sirve 364 días restantes de dedicación sin descanso.

Mis hijos llevan unos cuantos días revolucionados. Me miran con cara de que me están preparando alguna sorpresa en el colegio y cuchichean entre ellos. A veces puedo escuchar algo de lo que dicen porque no acaban de controlar el volumen del susurro, pero disimulo con total credibilidad. Martina me hace alguna pregunta sobre mis preferencias de colores y Jaume los lleva tatuados en la bata. Disfruto viendo la ilusión que transmiten y agradezco a las profesoras el esfuerzo de pensar, diseñar y decorar detalles para las madres, teniendo en cuenta la precisión manual que tienen los preescolares.

Pienso en todas las madres que recibirán los regalos. Cada una diferente, con su historia, su vida, sus deseos, sus preocupaciones....pero con la misma ilusión ante las sorpresas de su hijo. Un beso, un abrazo, una caricia, una mirada, una sonrisa....decenas de agradecimientos en múltiples formatos, desde el más contenido al más ilusionado, convirtiendo el instante en único e irrepetible. A veces me gustaría vivir en la fotografía de estos momentos y paralizar el tiempo eternamente. Pero la vida sigue, así que guardo el recuerdo y me sirve de retroalimentación para las rutinas y luchas diarias.

Y es que ser madre es lo que tiene. Es una mezcla de contrastes continuos, explosión de sentimientos, control de los límites y cariño desbordado. Un cocktail explosivo en el que nos vemos inmersas, en el que aprendemos sobre la marcha gracias a nuestro sentido común e intuición. Ser madre es una transformación en la que ya no se vuelve a ser una misma, sino la "madre de", tanto en categoría social como en comportamiento. Y aunque, en principio, se trata de una decisión pensada y consensuada, fruto de un acto de amor en todos los sentidos, las consecuencias de la misma pueden llegar a desbordar hasta a la persona más sensata.

En mi caso, muchas veces me cuesta reconocerme y pienso donde está aquella Meritxell, entendida y aficionada al cine, que ahora no ve ni un personaje humano en la televisión; que podría impartir un máster en dibujos animados, pero que es incapaz de reproducir el título de los últimos estrenos de la cartelera.

También me pregunto dónde quedan mis conversaciones de pareja, temas de actualidad, planes de futuro, que se han sustituido por "qué han comido los niños", "cuándo se van de excursión","has puesto la nota en la mochila", "hoy han hecho o han dicho" o "necesito un balneario".

He cambiado las terrazas donde ir a tomar una copa por los parques de la ciudad, las cenas en restaurantes por menús infantiles, los cines por ludotecas y el periódico diario por el cuento para dormir.

Mi armario destila esencia de madre. Ropa cómoda y resistente a babas, mocos y manos pegajosas, chocolate y " chuches". Predominan los leggins, tejanos y camisetas junto a algún vestido con escote y largo controlados, no vaya a ser que, mientras lleve colgado a alguno de mis hijos después de un salto desde el tobogán, la prenda se descoloque de tal forma que pueda llegar a dar alguna alegría al personal.

Nuestra casa huele a niño y a juguete desperdigado. Hogar de trote, pero hogar vivido. Y en medio de todo nuestros angelitos, torbellinos endemoniadamente encantadores. Parece mentira: son nuestros, tan deseados...

Son el centro de nuestras vidas, de esos padres piltrafillas que querrían llegar a todo, que se quedan a medias, que muchas veces dudan de sus capacidades. Que estando muchas veces al límite, cansados y con pocas fuerzas se plantean si vale la pena todo el derroche de esfuerzo. Pero que una sonrisa de sus hijos, sólo una, les devuelve, en cuestión de segundos, la ilusión por seguir ahí, al pie del cañón, vitaminados para las próximas horas de descontrol controlado.

Hoy me gustaría felicitar a todas las madres que se sienten como yo, que piensan que tener hijos es lo mejor que les ha pasado en la vida, pero que, de vez en cuando necesitan respirar para poder explicarlo. Y mientras disfruto del día, luzco orgullosa los regalos que me han hecho Martina y Jaume: un broche y un collar de confección manual, de diseño exclusivo y de valor incalculable.