sábado, 11 de febrero de 2012

Ahora sí que se acabó la feria...

Hace ya más de una semana que acabó la feria de Sant Antoni. Una feria que, como todos los años se instala cerca de donde vivimos. Después de Reyes y en plena cuesta de Enero, no es el mejor momento para nadie, pero el éxito está asegurado: un lugar estratégico en el que confluyen los caminos de diversos colegios, el ruido ensordecedor que atrae a las nuevas generaciones, las luces, y el olor a algodón de azúcar, almendras garrapiñadas y churros con chocolate.

Nuestros hijos se emocionan cada año. Nerviosos, intentan convencernos desde el primer día para que vayamos. Este año nos hemos adelantado a sus demandas y, como intento de padres organizados, hemos establecido dos días para que vayan a disfrutar de las atracciones. Los niños aceptan, no les queda más remedio, pero cada día que pasa hacen prácticas de negociación.

Por fin llega el día esperado y me aventuro a ir sola con los niños. La agitación y excitación les envuelve y galopan hacia los autos de choque, sin darme tiempo a poder comprar las fichas y hacer las reglas de tres para calcular a partir de cuántos viajes me sale más barato.

Con los bolsillos desordenados de monedas y fichas, intento convencer a Jaume que, con 4 años no tiene edad para subir en los autos de choque. Jaume me mira confuso y enfadado, pero permanece a mi lado, animando a su hermana para que dé unos cuantos topetazos. Con mi hijo de la mano, tengo tiempo de mirar a mi alrededor y veo a un niño con cara de chupete esperando para subir en los mismos autos que he vetado a Jaume. No hay tiempo de reacción porque los niños se dan cuenta de todo: rectifico mi error y Jaume sube en la siguiente tanda, emocionado de poder chocar con su hermana. Me invade un complejo de madre exagerada.

El siguiente paso son las sillas voladoras del carrusel. Recuerdo lo que deseé, cuando era pequeña, subirme en una de ellas. Una ràfaga de nostalgia infantil me envuelve y me traslada a otro tiempo, mientras observo las sucesivas y repetidas vueltas que dan Martina y Jaume.

Los niños siguen corriendo, emocionados, y la música y las luces incrementan la sensación de descontrol. Ahora Jaume quiere subir en los "caballitos" y convence a su hermana que, de buena fe, lo acompaña. Los miro un momento y parecen dos Gulliver en un coche liliputiense. Como un flashback, recuerdo la primera vez que vi a Martina sentada en la misma atracción: parecía que se escurría, sólo asomaba un poco de pelo rizado y se adivinaba su sonrisa. Su manita saludaba a su hermano bebé, que desde el cochecito de verdad y en concierto con su chupete, la observaba. Sin perderlos de vista, pienso en la razón que tienen los que me dicen que disfrute de esta época que, muchas veces, parece agotadora. Realmente, el tiempo vuela.

Interrumpe la escena un revisor de tickets, inexpresivo, que va pidiendo las fichas. Siempre he pensado que son automátas y que están programados para este fin, porque nunca les he visto cambiar el rictus de la cara o mejorar su expresión vacía, de nada.

La tarde continua apresurada. Pacto con los niños dos "cacharritos" más y nuestra marcha, ya que mis bolsillos y mi energía comienzan a resentirse. La caza de patitos les parece una buena opción, más que nada porque hay regalo seguro. Por mucho que nos esforcemos para que no sean consumistas, son niños del siglo XXI. La prisa les puede y, en un momento, tienen la cesta preparada y esperan su trofeo. Sé que han hecho algo de trampa para ir más rápido, pero hago la vista gorda: las madres del siglo XXI también nos tomamos nuestros descansos. Dos intentos de móviles con juegos, que después no funcionan, son el premio a tan poco esfuerzo.

Por último, el regalo de honor para Martina y Jaume: el salto, que forma gran parte de su vida. Las camas elásticas con arnés cumplen la función de hacerlos volar y, no contentos con eso, Martina adereza la sensación con algún que otro mortal que, Jaume, con algo de éxito, consigue imitar. Yo no tengo manos, entre los abrigos, las bolsas de piscina y los globitos que regalan en la feria, pero con un poco de esfuerzo, los consigo grabar, bajo la mirada impasible de los automátas y algún que otro espontáneo que comenta la escena.

El día ha sido agotador y vuelvo a casa cansada. Pero las sonrisas y comentarios de los niños y la emoción que transmiten a través del volumen de voz, me acaban compensando.

El segundo día es algo más relajado: ya no voy sola, y eso se nota. Con el peso de la responsabilidad compartido, los bolsillos pesan menos y el nivel de relajación puede llegar a aparecer.

Los niños nos convencen y nos montamos, los cuatro, en los renos del tren de la bruja. Deporte de riesgo. El túnel está pensado para niños y las cabezas de adultos casi tocan el techo. Por miedo a desnucarnos, Eduard y yo permanecemos todo el rato agachados: una posición incómoda que, combinada con las vueltas, se convierte en algo más que mareo. Reímos por no llorar, mientras nuestros hijos gritan divertidos, agitando los globitos que nos han regalado, cosa que hace que la sensación agobiante crezca por momentos. El tiempo parece pararse, porque la atracción no se acaba nunca. Pálidos, logramos bajar, tomándonos con humor el"¡otra vez!" que piden nuestros hijos, ajenos totalmente a nuestra nefasta experiencia.

Gastamos las fichas sobrantes entre sillas voladoras y autos de choque, en los que nuestros hijos ya empiezan a apuntar como expertos conductores. Yo me río de mí misma pensando en mis miedos de hace unos días. Martina aprovecha el tirón e intenta convencernos para subir en la rana, una especie de pulpo que da grandes saltos, pero su peso pluma no ayuda y, con esfuerzo, le quitamos la idea de la cabeza, sin llegar a sentirnos unos padres rancios. Logramos que se olvide con el broche final (cómo no...): los saltos olímpicos elásticos con volteretas al cuadrado y ovación discreta por nuestra parte.

Con los últimos mortales y unos cuantos euros menos, este año damos la feria por finiquitada. Tenemos muy claro que el año que viene nos volveremos a dejar convencer y negociaremos, pondremos límites y nos cansaremos, pero ya sabemos que es parte de los procesos de validación que pasamos gran parte de padres.



Txell

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