miércoles, 7 de marzo de 2012

La penúltima colada

Después de unos cuantos días enferma, el trabajo se acumula dentro y fuera de casa. Las montañas de ropa crecen exponencialmente y las bolas de polvo rodantes se multiplican inexplicablemente. Con los ánimos todavía contracturados, toca poner orden y no es fácil.

Miro el cesto de la ropa sucia: está a rebosar. Mis hijos amortizan parque y actividades y parece que se rebozan por el suelo, así que su ropa no tiene un segundo uso: siempre se tiene que lavar antes. Toca poner una lavadora (o dos, o tres...). Los niños me ayudan; a veces les gusta y yo les dejo colaborar, aunque me lleve más tiempo. Tienen claro que se tiene que separar la ropa blanca de la de color, pero casi siempre se cuela alguna pieza que no toca y falta algún calcetín.

Llenamos la lavadora: acaba a tope. Intento no rellenarla, pero es imposible, porque me parece que toda la ropa es urgente. Sé que si hablara, protestaría. Martina y Jaume, ilusionados me ayudan a poner los detergentes y suavizantes: por turnos, bien mesurados, para que ninguno de los dos tenga más protagonismo. A veces me sorprende su rivalidad en estas cosas. Yo añado algún producto que limpia todavía más, porque reconozco que soy una ilusa y todavía creo en la magia. Gracias a muchos como yo, los fabricantes viven mejor.

Llega la hora de tender. Reconozco que nunca me ha emocionado, pero con los años he mejorado mi estilo. Puede parecer increíble, pero Eduard es quien me ha enseñado. En casa todo es reparto y las tareas del hogar no van a ser menos. De esta forma, las camisetas ya no quedan con la pinza marcada en el pecho, porque estiradas se arrugan menos (y te ahorras sesiones tediosas de plancha) y la ropa seca más rápido si empiezas por las piezas grandes que quedan en las últimas filas. Por no hablar del tendido del revés, para que no pierda color (si es que te acuerdas de hacerlo antes de meterla en la lavadora, ya que los días de invierno, a las 11 de la noche, es duro darle la vuelta...). Ingenieria del tender, mérito de mi querido compañero.

Me pongo manos a la obra y vuelven a aparecer mis pequeños colaboradores. Suerte que no hay sábanas, porque les gusta jugar a esconderse y acaban, muchas veces, enrolladas. Una pinza, y otra y otra y llegamos a la ropa interior. Entonces el tiempo se para y no avanzas: del cesto no paran de salir piezas pequeñas y, cuando llegas a los calcetines, ya no te quedan ni pinzas, ni espacio. Recuerdo nuestras primeras coladas, cuando Martina era un bebé: me enternecía ver sus piezas minúsculas tendidas y las trataba con mimo y dedicación. Tras varios años, sólo veo trabajo multiplicado por dos.

Emparejo los calcetines para que sea más fácil ordenarlos después. Me hace gracia ver los de cada miembro de la familia, totalmente definitorios: Eduard, calcetines oscuros, todos iguales y difíciles de emparejar; mi amor monocromático no pone color en sus pies. Los niños, en cambio, explosión de colorido, rayas y monigotes, que hacen divertido el vestirlos cada mañana. Y los míos, variopintos, según la ocasión, aunque predominan las rayas que se pueden camuflar bajo unas botas. Y siempre, siempre, falta alguno, momento en el que vuelves a la lavadora y le das un par de vueltas, a ver si cae. A veces ocurre, otras veces queda perdido y no lo encuentras, y aparece en la siguiente colada, "relavado" y mareado. Y otras, simplemente, queda esperando en el cesto de la ropa sucia, poco tiempo, porque las lavadoras son continuas. Y su compañero, desamparado, en el rebosante cajón de la ropa interior.

La segunda fase ya está finalizada y siempre lleva más tiempo de lo que habías previsto. Queda el plegado, aquello que te pasas el día haciendo. Es la clásica posición en nuestra casa: los niños jugando en el comedor y Eduard o yo, doblando y doblando. Y no se acaba nunca. Las montañas de ropa crecen, se tuercen y descompensan. Entonces decido poner otra lavadora porque el cesto vuelve a rebosar, así que el ciclo vuelve a empezar, como un círculo vicioso....¡siempre hay ropa en movimiento! Sin parar de trabajar, la sensación de orden nunca aparece.

Paro un momento porque los niños me piden que juegue con ellos. Me merezco un descanso, y ellos también. Martina me dice que, cuando sea mayor, le dirá a sus hijos que no se ensucien tanto y Jaume me pregunta por qué siempre tenemos trabajo en casa. Me hacen gracia sus observaciones y les sonrío sin dar más explicaciones. Por un buen rato me relajo y disfruto de ellos, mientras los armarios aguardan la ropa que no deja nunca de entrar y salir.

Txell

3 comentarios:

Unknown dijo...

Real com la vida !!!! Es la feina que mai acaba!!!!! He de dir que quan es fan grans ja no volen colaborar, deixa de ser joc i passa a ser obligació ......

Anónimo dijo...

Genial, felicidades, me has hecho estar con una sonrisa toda la lectura

merihc dijo...

¡Gracias! Es lo que pretendo: reflejar la realidad y que os sintáis identificados.
Txell.